Se mira en el espejo un poco polvoriento, con desgana, obligada por la rutina de hacerlo todas las noches. Su reflejo no le gusta: odia lo que ve, un pelo desaliñado y un poco grasiento por los malos cuidados, unas ojeras inminentes por las preocupaciones y la falta de sueño, los labios agrietados en las comisuras y los dientes amarillentos por las medicinas.
Dura solo un segundo, pero juraría que su reflejo le había sonreído.
Luego, con un chasquido, se funde la luz. La oscuridad la engulle y fluye con rapidez por su cabeza, se dilatan sus pupilas y un escalofrío le recorre la espalda. Después una mano ajena pero no desconocida le tapa los ojos y la otra le baja la cremallera de los pantalones.
Onanismo en estado puro.
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